Por mucho que intento volver
sobre mis pasos la gente me arrastra y después de unos minutos intentándolo me
doy por vencida y simplemente me dejo llevar por esa inercia con un enorme
vacío en mi corazón que no da cabida a nada más que no sea ansiedad y miedo. De
pronto me encuentro cerca a los pies de una de las escaleras que llevan a las
puertas que conducen a las otras cubiertas del barco. Incluso desde mi posición
soy capaz de ver como las verjas de hierro negro están cerradas. Frunzo el ceño
y arrugo la nariz durante unos segundos. ¡Qué extraño! ¡Qué raro que nos dejen aquí
abajo! El último peldaño de la sociedad etilista de nuestra época, la escoria
dentro del trasatlántico. Respiro hondo mientras oígo a algunos hombres decir
que aquí abajo también hay mujeres y niños y, justamente mis ojos castaños se
cruzan con una mujer que protege con sus brazos a sus dos hijos pequeños. Una
sonrisa espontánea asoma en mi rostro y uno de los pequeños me la devuelve de
forma tímida.
El hombre arriba insiste con
más impetú, con más fuerza y un rayo de esperanza se abre paso para todos los
que estamos allí abajo cuando vemos como abre las verjas y las puertas de
hierro que nos mantienen allí abajo encerrados dejan de existir. Como si de una
ola que fuera a arrasar con la arena de la orilla de una playa, toda la gente
que está a mi alrededor empieza a empujar y a moverse con prisa escaleras
arriba, de manera desesperada, cosa que tampoco es tan extraña teniendo en
cuenta la situación en la que nos encontramos, pero eso sólo empeora las cosas,
pues a los pocos segundos haberse abierto las puertas de hierro y habiendo
salido unos cuantos pasajeros de tercera clase de la ratonera en la que estamos
metidos, desde mi posición y a pesar de los golpes que recibo de aquí y de
allá, puedo ver cómo vuelven a cerrar.
Respiro indignación a mi
alrededor y muchos de los pasajeros vuelven a gritar, por sus vidas y la de
aquellos que les acompañan. Aunque me ha costado unos cuantos minutos,
finalmente me decido y con toda la fuerza que poseo me abro paso a golpes entre
aquellas personas apiñadas al pie de la escalera. El pasillo está más lleno que
hace unos momentos, o al menos más lleno que cuando he hecho el viaje a la
inversa y me permito respirar hondo cuando salgo de aquel agrupamiento de gente
que me mantenía oprimida y que había empezado a conseguir que la angustía se
adueñara de mi cuerpo. Me apoyo contra la pared de madera blanca del pasillo
sin antes mirar hacia el suelo para asegurarme de aquí no hay agua. En mi
cabeza no deja de repetirse una pregunta: ¿Dónde estará él? Y siento que las
lágrimas empiezan a agolparse en mis ojos y amenazar con rodar por mis mejillas
en el momento menos pensado.
Mi corazón, algo muy dentro de
mí me dice que no está demasiado lejos de mí y recuerdo sus palabras: “No puedo
dejarte Val. No puedo. No me lo habría podido perdonar nunca”. Esas palabras
son lo que me dice con más fuerza que mi propio corazón que aún sigue por estos
pasillos, que posiblemente esté buscándome… Una búsqueda que se va a convertir
en una pesadilla o al menos eso es lo que acabo pensando cuando me doy cuenta
de que es prácticamente imposible encontrar a alguien allí abajo, perdido,
cuando todo el mundo corre hacia todos lados, cuando el ambiente está lleno de
gritos, angustia y miedo. Cuando el barco se está hundiendo.
Aquellas lágrimas que hace
unos momentos amenazaban con salir finalmente lo hacen, y no soy capaz de
detenerlas. No quiero detenerlas, necesito sacar toda esa angustia que tengo
dentro de mi pecho hacia afuera, a pesar de saber que el tiempo corre en mi
contra y que allí parada en medio del pasillo desde luego no voy a hacer nada.
- ¿Valerie? – Mi nombre en boca de una voz conocida hace que levante la mirada,
con las lágrimas corriendo por mis mejillas y sintiéndome aliviada de súbito al
darme cuenta de que es una persona conocida, alguien de confianza, un apoyo.
Aún así las lágrimas siguen corriendo y yo sigo llorando porque no es
precisamente la persona que tanto deseo encontrar. - ¿Val qué haces aquí
parada? Tengo que sacarte de aquí… Ponte esto. – Pone en mis manos un chaleco salvavidas
que miro ligeramente desconcertada antes de volver a levantar la mirada y negar
con la cabeza. No, no y no.
- No puedo irme Toby… No
puedo. – Sigo negando con la cabeza hasta que mis ojos marrones acaban posados
sobre uno de los extremos del pasillo. Los gritos siguen llenando mis oídos,
sumados a llantos de otras persona. – No puedo. Está aquí abajo. Tengo que
encontrarle. No pienso irme sin él, ¿entiendes? – Intento sonar segura, lo
intento con todas mis fuerzas pero las lágrimas rompen mi voz y la desquebrajan
haciendome sonar insegura. – No puedo perderle, Toby… - Alargo una de mis manos
hasta tomar uno de sus brazos con fuerza. – Ayúdame a encontrarle, por favor. –
La suplica sale de entre mis labios sin apenas pararme a pensar que si mi amigo
decide ayudarme, estaría ayudándome a encontrar a una persona que prefiere que
este fuera del mapa, fuera de la ecuación, a no ser que haya decidido anteponer mi felicidad a sus propios sentimientos.
- Está bien, te ayudaré. –
Suspiro de alivio y siento como entrelaza nuestras manos, aunque la sensación
que me embarga no se asemeja en nada a la que me invade cada vez que Asier
simplemente me roza. – Pero primero ponte el chaleco.